Mi
mirada es breve e inconstante, en esta habitación no es posible fijar mi atención
de forma alguna, los objetos dentro de este cuarto me transportan y devuelven
en un vaivén de sensaciones constantes, por ello no todo mi cuerpo se coordina,
al contrario actúa cada parte del mismo con libre albedrio casi afirmando que
contienen pensamiento y voluntad propia. Este estilo ocre me sienta bien, lo ha
puesto mi esposa eligiéndolo por el recuerdo de nuestro primer viaje en
matrimonio. Ella yace ahí apiñonada entre cobertores por un frio cruel que ha
envuelto la zona, y nos ha tomado por sorpresa dejando huellas notorias en
nuestro hogar así como en los víveres. No todo es comestible, porque el frio ha
hecho estragos en la despensa, también ha tomado con fuerza la forma de
preparar lo restante lo cual dificulta por mucho la forma en que vivimos, ha
tomado nuestra comodidad así como nuestra calefacción pero la perdida que nos
incomoda es la de algunos aparatos electrodomésticos, andamos con la frente en
el cielo porque el presupuesto nos permite encender a ratos o en ocasiones la
chimenea para calmar el dolor de los huesos, y en la misma preparar los
alimentos. Esta chimenea fue parte de nuestro proyecto de pareja después del
primer viaje que realizamos juntos, la construimos con nuestro mayor esfuerzo
emulando la que se encontraba en el hogar que amablemente una pareja de
ancianos nos compartía por una módica contribución. Cada vez que nos
encontramos frente al fuego lo recordamos, tenemos charlas que duran horas o en
ocasiones días completos. Imaginamos que estamos de vuelta ahí, caminando en
las calles sin problema alguno, ella puede andar tranquilamente en sus dos
piernas con ese vestido celeste que tanto le encanta. Mostrando algo mas que
piel, una dulce sonrisa en ese rostro iluminado por el sol, señor del fuego.
Recorremos las calles con los pies descalzos, rumbo a la iglesia de San Miguel,
pensando que cada una de nuestras exhalaciones son intentos del alma por hablar
con el cristo en la cruz. Justo ahí fue nuestra unión ante Dios, pocos meses habían
pasado desde nuestra unión en su forma civil pero ahí en la lengua de lo bello
el ser estaba expuesto, la carne contaba con la disposición de la voluntad y la
alegría. Contuvimos brevemente nuestro entusiasmo porque no fue un arranque de
emociones o acciones impensadas, fue la colocación adecuada de piezas en el laberinto
de la existencia eterna del señor, fue la unión el eco del cantar de nuestras
almas dentro de la otra. La ilusión llego a su fin con la realidad, frente a
frente cada uno con su copa el sacerdote sumerge un par de hostias, y nuestros
brazos entrelazados damos de beber y comer el uno al otro. El vacío en nuestro
pecho se completa, perdimos la sensación de soledad y juramos lealtad infinita
a la eternidad. Mi alma ríe, me siento feliz en el momento, el matrimonio esta
completo tal y como lo soñé en mi infancia, tal y como lo visualice en mi vida
previa. El sacerdote nos contaba breve su historia de niño, como un oso estuvo
a punto de comerlo comenzando por el piecito, cicatrices grandes le quedaron
pero poco dolor al orgullo queda, nos dice cuanto le pidió a Dios ser salvado,
cuanto le imploro por que el oso se detuviera, pero entre pataleos, lloriqueos
y deseos de salvación que sin querer con su bolsa en mano daño sus ojos. Ciego
de dolor, sangrando la bestia corría detrás, sus piecito crujía y sus gritos
guiaban al animal, tropezó un par de metros mas delante, le pidió a Dios que el
oso ya no estuviera, este por la ceguera corrió a un barranco y sin freno
alguno cayo al vacío. Yo el pequeño Mel, me di cuenta tarde de mi error, los
animales viven por la razón de Dios, sin embargo al pedirle que detuviera al
oso, no le pedí que terminara con su vida rápidamente, y casi por mandato
divino me acerque al barranco, a observar, como su vida se detenía lentamente.
El oso cayo, su cadera se había quebrado, las patas traseras no le respondían,
y sus gruñidos de dolor resonaban por todas partes. Nos parecía terrorífico, el
sacerdote Melquiades contando ese evento trágico el día de nuestra boda, no me
afectaba en lo mas mínimo pero a ella, la había puesto de nervios. Temblaba
cada uno de sus huesos, resonaban los accesorios, y se escuchaban sus cadenas,
gotas de sudor corrían en su rostro, frías al parecer como si su corazón
viajara al pasado uniéndose en un eco con el del oso, como si el miedo a la
muerte le fuera conferido a ella. Poco disfrutamos del entorno, nos abocamos a
sentir la muerte en sus distintas formas, sin alcanzarla, era un goce tremendo
un deleite que la intimidad física se quedaba corta. A razón de la historia del
sacerdote, decidimos llamar a nuestro primer varón Melquisadec, un señor de
justicia y paz. Es lo que nos ha brindado su bendición.
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